“Pretendemos avanzar hacia la libertad real, desde y a través de la propia libertad, respetando así los fundamentos sobre los que se rigen las sociedades libres y pluralistas del mundo occidental […], y el progreso conforme al curso de la historia frente a los planteamientos antihistóricos, y todo ello con el designio final de contribuir decididamente a la construcción de un orden social dinámico, progresivo y solidario”
Adolfo Suárez González, 30 de marzo de 1979
Vergüenza ajena. Eso es lo que sentí, tras seguir el primer debate de investidura que tuvo lugar en el Congreso de los Diputados entre el 4 y 5 de enero de 2020, y seguí sintiendo un mes después tras el comienzo de la XIV investidura. Es un sentimiento que lleva presente en mí durante los últimos 5 años, más o menos, pero que durante estos días se ha multiplicado, hasta llegar a un punto de indignación que me ha hecho perder la esperanza en la clase política española actual. Siento que los hombres y las mujeres de Estado son cosa del pasado, y que, como algunas especies del mundo animal, se han extinguido.
No se trata de una opinión política, sino una opinión sobre como nuestros representantes políticos se manifiestan, conversan y se dirigen unos a otros (al menos en público) y como ello muestra que parte de la sociedad española en la que vivimos, que, a través de estos actos, ha caído en lo más profundo de la sinrazón, la mala educación, la enemistad y una constante sensación de continuo conflicto que me preocupa como ciudadano. Así se hace de todo, menos progresar.
Cuidado, que luego nos pedirán fuerzas para que trabajemos, que saquemos proyectos adelante y que cooperemos, cuando ellos muestran todo lo contrario, denigrando a través de sus mezquinos actos la profesión política a un ejercicio de insultos de patio de colegio, a ver quién suelta el más ingenioso. Siendo lo más aséptico posible, se supone que están ahí, porque tienen la suficiente altura de miras, formación y capacidad de gestión para solucionar los problemas de la ciudadanía que los ha elegido representantes políticos. La realidad se muestra bien distinta, y triste.
La política española ha llegado a un punto amoral, destructivo y de una dialéctica incendiaria. Nací después de la transición y ello hace que esté sesgado, como todos lo estamos de una u otra forma y condición. Sin embargo, por los documentos, escritos y audiovisuales, a los que tenemos acceso hoy en día, da la sensación de que los políticos de antaño eran más capaces de dialogar que los actuales, como puede verse, por ejemplo, en el sólido y conciliador discurso de Adolfo Suárez previo a su investidura, allá por 1979. No se me ocurre un político actual que esté a la altura de semejante oratoria. La sociedad ha evolucionado, obviamente, y con ello la política, que hoy se hace a través de redes sociales (este tema da para escribir una novela de terror) y otros formatos que no existían hace años, pero ¿justifican los cambios sociales el bochorno en el que se ha convertido el Congreso? ¿De verdad muestra una sociedad más preparada? A veces da la sensación, que con la completa libertad de expresión que disfrutamos hoy en día (hecho que debemos celebrar), hemos tolerado también, e incluso celebrado, tonos y manifestaciones que muestran una no mala, sino terrible educación (hecho que deberíamos condenar, siempre). Ello nos hace ir hacia detrás en lo humano, y es independiente y más trascendental que cualquier ideología política.
Durante la sesión de investidura, relacioné lo visto con una situación que rescaté de mi memoria. Hace casi 20 años, acudí con mi padre a ver un partido de fútbol en Mestalla (Valencia – Málaga, temporada 2001/2002). Sin ser grandes aficionados al fútbol (ahora más bien sería lo contrario), mi padre consiguió un par de entradas, para satisfacer la ilusión de su hijo (nunca había acudido a ver un partido). En un momento del partido, el árbitro pitó una falta a favor del Málaga. La afición local, comenzó a exclamar: “¡Burro! ¡Burro! ¡Burro!”, porque claro, a un mínimo de 30 metros (nosotros estábamos arriba del todo, los jugadores parecían hormiguitas desde allí) miles de personas se sentían con la autoridad de certificar que el árbitro se había equivocado y por supuesto, debíamos lincharlo por ello. Al principio, mi padre y yo no entendimos nada, pero la emoción del momento (y quizá, la presión a que nos señalaran por no unirnos a los cánticos de guerra) nos unimos a los cánticos. “¡Pero que burro! Si se ve desde aquí que no era falta, ¡inútil!”. Con los años, recordamos entre risas (y en cierto modo, vergüenza) lo absurdo de la situación. La sinrazón excita y contagia a la turba hasta límites insospechados.
Algo parecido sucede en el Congreso desde hace años. En vez de burros, unos llaman fascistas, y los otros les llaman golpistas, en una mala caricatura del “y tú más”. Ese sentimiento se contagia, dando lugar al bochorno. Ha habido otros términos: fachas, terroristas, comunistas, etcétera. Cualquiera que haya seguido mínimamente estas jornadas sabrá a lo que me refiero. Parece que ignoren, que cuanto más se dirijan como «fachas» a los otros, más «comunistas» recibirán de vuelta, y al revés. ¿Sería mucho pedir que se dirigieran los unos a los otros simplemente como lo que son, diputadas y diputados? Quizás así comenzarían a rebajar la tensión social, que nunca es buena para un país. Ello es parte de su responsabilidad y, si de verdad creen, que partiendo de algo así vamos a crear algo constructivo para la sociedad, están tremendamente equivocados, y no olvidemos que sus equivocaciones afectan a toda la ciudadanía.
¿Es aceptable que un político se despida de otra persona, en el marco de una comisión de investigación – de nuevo, independientemente de sus diferencias – con un “hasta pronto gánster, nos veremos en el infierno”? ¿Es el Congreso de los Diputados el lugar más adecuado para que una diputada electa manifieste que le importa un comino la gobernabilidad de España? Aunque se trate de una opinión personal, en el Congreso se va a representar a los intereses de los votantes, y no a verter opiniones personales, aunque esto se les ha olvidados a muchos representantes. ¿O que un diputado de la oposición llame al presidente fraude, mentiroso, estafador y personaje sin escrúpulos? ¿O que ese mismo presidente llame persona indecente al entonces presidente, años atrás? ¿Puede que sea esta, la peor generación de políticos que jamás hayamos visto? Parece que tenga que ir alguien a explicarles, que de esta tónica solo vamos a cosechar problemas, nunca soluciones. Las lindezas que se dedican en redes sociales son ya otro tema para abordar en un artículo aparte, como se ha comentado con anterioridad.
Todo me genera tristeza e indignación, y creo que debería indignar a la mayoría de las personas. A gente con la que nos relacionamos a diario, amigas que votan al PP o al PSOE y cuelgan la bandera nacional de sus balcones: no por ello son unas fachas (detesto el uso generalista y sin fondo que se le ha dado a esta palabra), amigos que votan a Podemos y no son perroflautas o comunistas (este último término también se trata con mucha ligereza), como nos referimos livianamente a una coalición de tres partidos como “trifachito”, o nuestro amigo vasco que vota a Bildu y ello no lo hace terrorista. Quiero pensar que hay más gente así: moderada en su dialéctica, empática, que escucha y es escuchada, que colabora sin prejuicios, que personas del otro talante, esas que enseguida ponen a las que no piensan como ellas en una casilla de la que es difícil salir, que dejarán de hablarte porque eres ecologista o porque defiendes la economía de libre mercado; o porque votas a la derecha, a la izquierda, en blanco o nulo. En el momento en el que la segunda categoría sea mayoría, la democracia habrá muerto, y el llamado progreso (esta palabra también se está empleando muy a la ligera) será ficticio, una cortina de humo donde esconderemos nuestras carencias como sociedad.
Ahora, ¿qué rol tiene la ciudadanía de a pie? ¿Nos expresamos así con nuestros compañeros de trabajo o de clase, proveedores o clientes? Deberíamos caminar juntos, por las vías del concilio, la empatía y la coherencia para llegar al verdadero progreso. El progreso humano, sin el cual jamás se llegará a ese progreso que nombra la clase política con la boca llena. Hablamos de forma envalentonada sobre tolerancia, sobre la verdadera justicia; mientras tachamos a otros de algo que realmente no son porque no piensan como nosotros ¿Qué lecciones de tolerancia estamos autorizados a dar entonces? Denunciamos que nuestro país, una democracia (mejorable, como muchas cosas), no respeta los derechos humanos y nos manifestamos a favor del feminismo, pero iremos al bar a ver la Supercopa de España, celebrada en un país en el que hasta hace poco las mujeres no podían conducir un vehículo o en el que una de sus embajadas se cometió un asesinato que dejó a Occidente boquiabierto. Incluso, personas con cierto impacto mediático en la sociedad española (y carentes de formación alguna) se quejan abiertamente de sentencias judiciales, mientras declaran las maravillas del país donde residen, aunque esa nación esté en duda en cuanto a cuestiones básicas como el trato a homosexuales o la libertad de expresión. Algunos cargan también contra empresas y gobiernos, porque no hacen nada contra el cambio climático, cuando ellos nunca viajan en transporte público, comen carne los 7 días de la semana, no reciclan o se renuevan el teléfono móvil continuamente para estar a la moda. ¿Qué coherencia hay en esto?
Hemos de fomentar el debate abierto, sano, ese que genera conocimiento, pero siempre entendiendo que nuestro interlocutor tiene otro fondo, ha sufrido otras circunstancias (y tener disposición a entenderlas) y partiendo de lo que tenemos en común. Por supuesto, denunciar por los canales adecuados los hechos que nos indignan (no solo tenemos el poder del voto, sino poder como consumidores y contribuyentes), hay varias posibilidades para manifestar nuestro desacuerdo. Las personas somos seres sociales, tenemos diferencias que nos separan y características que nos unen, pero, el diálogo y las negociaciones son necesarias en todas las relaciones humanas si buscamos progresar. Sin embargo, estamos en un clima agitado en el que el verdadero progreso parece algo muy lejano. Esto es lo que deberíamos denunciar, de lo contrario, en los libros de historia del futuro, esta generación política (y por extensión, esta sociedad) será recordada como aquella que tuvo ante si situaciones críticas como el Cambio Climático, la fragmentación de algunos Estados, el auge de los populismos o la desinformación, entre otras, pero no supo o pudo manejarlas por su baja calidad humana.
Me encanta esta entrada.
Bravo!
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